En el blog que apunto con el dedo hay otra tortilla igual de sabrosona.

sábado, 10 de abril de 2010

MORAL DE INTERROGACIONES (1)

MORAL DE INTERROGACIONES

Escrito por: Juan Masiá Clavel [blogger] el 18 Mar 2010 - URL Permanente (Respondiendo a la sugerencia y petición de quienes deseaban leer el libro de Juan Masiá Moral de interrogaciones, publicado por PPC, en 1998, con la debida licencia eclesiástica, se publicarán sucesivamente en este blog selecciones de sus capítulos)

MORAL EXPLORADORA
1. Encrucijadas de discernimiento
2. Retrospección y prospección: el arte de preguntar
3. La sana perplejidad
4. ¿Renovar o recrear?
5. Tareas, estilos, menús y herramientas
6. Tres décadas a vista de pájaro

Estas reflexiones se han elaborado en el contexto del futuro incierto de la moral teológica y la búsqueda de nuevas integraciones para su estudio. La Etica es una de las disciplinas a las que, con rigor implacable, se exige a menudo que den cuenta de sí mismas y justifiquen sus fundamentos. En el caso de la teología moral -es preferible llamarla ética teológica-, la demanda es aún más apremiante y difícil de satisfacer.
Al profesor de sociología no le crea problemas la tarjeta de visita con el título de su especialidad. El de ética, y más aún el de teología moral, al presentarse como tales se ven en el trance de tener que justificar su profesión; sería más cómodo escabullir el problema y decir simplemente que uno enseña filosofía o teología, sin entrar en más detalles. También en las charlas de divulgación hay que gastar tiempo en destruir las imágenes o ideas fijas del público acerca de la moral y los moralistas. Tras un largo prólogo de autojustificación, por fin se atreve uno a entrar en materia esquivando malentendidos
.

Entre las ideas equivocadas acerca de la moral y los moralistas destacan las cuatro siguientes:
a) Creer que el tratamiento de los problemas morales hay que dejarlo en manos de los especialistas.
b) Creer que éstos poseen las respuestas para todos los problemas morales y que su papel es simplemente transmitírnoslas.
c) Creer que se estudia la moral para frenar la presunta corrupción o decadencia de las costumbres.
d) Creer que los temas centrales de la moral son la ley y el pecado, los mandatos, prohibiciones y sanciones.
Todavía se podrían añadir otros malentendidos. Si hubiera que deshacerlos todos en la introducción, nunca se escribiría el libro. Baste esta enumeración para caer en la cuenta de la dificultad del tema.
1. Encrucijadas de indecisión
Si antes del Vaticano II predominaban en teología moral las señalizaciones de sentido único o dirección prohibida, en la situación actual son frecuentes los atascos, a pesar de haberse multiplicado las autovías. Como en el tráfico de la capital, ha aumentado el número de vehículos en mayor proporción que las estructuras circulatorias. Pero no se solucionan los embotellamientos simplemente clausurando entradas a la autopista o dando órdenes por altavoz desde un coche de la policía. Hay que ir a las causas, rehacer lo sistemas de tráfico o incrementar los aparcamientos. Recordemos brevemente unas cuantas encrucijadas en las que los atascos dificultan actualmente el discernimiento.
En la encrucijada de fe y moral hay una inflación de señalizaciones. Estorba el exceso de mapas detallados. Ayudaría más una simple brújula. Y eso es precisamente lo que nos aporta el Evangelio. Lo formuló muy atinadamente el arzobispo J. Quinn en su famosa conferencia de Oxford, hace hace ya cuatro años. "La concentración en los preceptos, en vez de en la vida moral, sofoca la moralidad...La primera cuestión de la vida moral no es ¿qué estoy obligado a hacer?, sino ¿que significa para mí vivir en Cristo?...La moralidad cristiana no es distinta de la vida cristiana, es decir, la manera de actuar propia de quien vive en Cristo".
En la encrucijada de jerarquía y comunión no acaba de solucionarse el contencioso entre dos visiones contrapuestas de iglesia, la piramidal y la concéntrica. No escasean los intentos de marcha atrás con relación a la eclesiología del Vaticano II, aún no plenamente asimilada. Desde algunas instancias burocráticas eclesiales se tiende a manejar la Iglesia con la uniformidad que habrían pretendido los constructores de la torre de Babel. Frente a esa tendencia, vendría bien recordar lo que el actual Papa dijo siendo obispo de Cracovia: "La conformidad mata la comunidad. Cualquier comunidad necesita oposición leal". Posteriormente, ya como Papa, dijo en 1979: "Que no se ataque o haga callar a quien no comparte nuestras opiniones".
La encrucijada del cambio, con sus tensiones entre tradición y renovación, sigue viciada por pseudoaristotelismos, como el de la creyente sencilla de una aldea que preguntaba al párroco: ¿qué es lo que ha cambiado y qué es lo que no ha cambiado ni puede cambiar después del Concilio? Y esperaba una respuesta corta, clara y tajante, dividida en dos partes sin confusión. Le contestó: "usted es la misma y no es la misma que cuando tenía 15 años. Todas las células de su cuerpo han cambiado. La que fue aquella de entonces es la que está aquí hoy, aunque tan cambiada. No hay una parte que cambia y otra que no cambia". No acababa de asentir la mentalidad popular, tan contagiada de una especie de pseudo-aristotelismo oculto en la mentalidad de muchas personas que ni siquiera han oido el nombre de Aristóteles. En el auténtico cambio, todo permanece y cambia a la vez. En cuanto a la Iglesia, lo único que no cambia es el Espíritu que nos hace cambiar continuamente...
En la encrucijada del ecumenismo y la inculturación se cruzan mensajes ambiguos y no faltan quienes intenten quitar por un lado lo que se concede por otro. Escribe el P. Häring: "Los teólogos moralistas católicos y protestantes saben hoy con alegría que no sólo la ley moral inscrita en el corazón de todos los humanos, sino también, y en mayor medida, la fe común en Cristo y en su Evangelio les obliga a buscar juntos un conocimiento cada vez más profundo e históricamente eficaz de la ley del Espíritu que da vida en Cristo". Pero ocurre con el ecumenismo como con la inculturación. Ahora ya no se sospecha como hace treinta años al escuchar estas palabras, pero se domestica su interpretación. Un ejemplo curioso: la manera de citar un documento para decir lo contrario de su intención. En la alocución del Papa Juan Pablo II a los obispos indios, durante su visita de 1986, está citado un párrafo importante de Evangeli nuntiandi para recordar que "es tarea de la iglesia local asimilar la esencia del Evangelio y traducirlo sin traicionar lo más mínimo su verdad esencial". La cita termina ahí, diciendo como frase principal lo que en la exortación apostólica citada era una cláusula entre comas. Pero no se cita el largo párrafo que seguía a continuación, en el que Pablo VI insistía en que no nos limitemos a traducir, sino hagamos por "expresar el mensaje en un lenguaje comprensible por aquellos a quienes se dirige", y aplicaba este criterio a la liturgia, la catequesis, el quehacer teológico y las estructuras eclesiales de ministerios. Más aún, explicitaba la necesidad de tener en cuenta el pueblo a quién nos dirigimos, sus símbolos e imágenes, y subrayaba que "al mencionar el lenguaje se estaba refiriendo no tanto al tema de la exactitud lingüística en la traducción, cuanto al tema antropológico y cultural". Todo esto ha desaparecido de la cita, para dejar solamente la advertencia que pone en guardia frente a cualquier posible alteración de la esencia del mensaje. Algo semejante ha ocurrido, como veremos con detalle en el capítulo tercero, al citar el Vaticano II para decir algo en una línea muy distinta de la del Concilio. En estos casos, los redactores hacen un flaco favor al Papa, frenando con citas sesgadas la intención de Juan Pablo II, abierto a las culturas y al diálogo.
En la encrucijada del laicado no se acaba de evitar la tensión entre una iglesia docente y otra discente. Sigue siendo necesario releer las palabras de Pío XII, el 20 de febrero de 1946, citadas de nuevo por Juan Pablo II en su carta sobre los laicos (1988) y recogidas en el Catecismo (n.899): "Los fieles laicos deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia sino de ser Iglesia...Ellos son la Iglesia". Y como tales, tienen deber y derecho a opinar, reconocido por el derecho canónico: "tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los pastores, habida cuenta de la utilidad común y la dignidad de las personas". El Concilio Vaticano II había sido bien explícito en este punto: "Debe reconocerse a los fieles, clérigos o laicos, la debida libertad de investigación, de pensamiento y de hacer conocer, humilde y valerosamente, su manera de ver en el campo de su competencia".¿Tomaremos en serio estas palabras al comienzo del nuevo milenio?
En la encrucijada de las fundamentaciones no es aún suficiente el diálogo entre dos líneas de pensamiento opuestas, dentro de la misma corriente central de la teología católica. Siguen levantándose las banderas de la moral sin excepciones, frente a la moral calificada como "revisionista" y, apoyándose unilateralmente en algunos aspectos de la encíclica Veritatis splendor, leída reductivamente, se critica la moral de la "opción fundamental" sin haberla comprendido. Habría que reconocer la aportación tan positiva de esta moral de actitudes durante los últimos treinta años. Gracias a ella se ha podido despojar al análisis moral de excesivas categorías esencialistas y se le ha dado mayor arraigo en la antropología teológica de la gracia. En ella se da más importancia a la persona, su situación y sus actitudes que a los actos aislados; y, sobre todo, se reaprecia el papel de una moral que brota como consecuencia de actitudes de fe. La moral de la opción fundamental se comenzó a gestar en diálogo entre la tradición teológica y el personalismo contemporáneo, las revisiones filosóficas de la subjetividad y el pensamiento hermenéutico. Pero la falta de este sentido hermenéutico bloquea el diálogo con quienes se oponen a su puesta en juego en la metodología teológica.
En la encrucijada de principios y aplicaciones hacen falta nuevos carriles.J. Mahoney lo ha expuesto nítidamente: ya no se trata simplemente de aplicar unos principios inmutables a unos casos concretos, mediante una especie de silogismo, sino de permitir que los mismos principios se dejen cuestionar por las nuevas situaciones: "los principios están hechos para las situaciones y no las situaciones para los principios...las nuevas situaciones crean un reto para los principios establecidos, se da un continuo proceso dialéctico entre principios y situaciones, entre los hechos y la reflexión moral, se trata de un tráfico de ida y vuelta, en vez de una aplicación de principios en una única dirección". Los que sospechan de esta forma de razonar ven tras ella la sombra del utilitarismo. Es un malentendido, dice Häring, "la fundamentación deontológica de las normas hace hincapié en las normas generales, por ejemplo, en las del derecho natural, pero ni siquiera estas últimas pueden ser comprendidas plenamente si no se presta atención al telos, a su sentido y su fin..." Pero hay otro miedo tras esa sospecha. Es que una teología moral que razona de esta manera "se sustrae en gran medida al control exterior, mientras que una moral que argumenta de manera puramente deontológica, y que además hace hincapié en exigencias universales iguales e históricamente inmutables de la llamada ley natural, se presta a ser controlada por la autoridad eclesiástica".

En la encrucijada del disentir siguen siendo frecuentes los atascos desde los días de la Humanae vitae. La resaca de esta encíclica ha hecho sentir sus consecuencias hasta los días de la Evangelium vitae (1995), aunque esta última lleva un cuidado notable en hacer algunas precisiones que eviten extremismos. Por ejemplo, llama la atención que, por primera vez en un documento de esa importancia, se afirme con toda rotundidad que contracepción y aborto son "dos cosas distintas, tanto por su naturaleza, como por su peso moral" (n.13), sin perjuicio de la afirmación que pone en guardia contra la "mentalidad contraceptiva" (id.; ya el hecho de que se carguen las tintas en la "mentalidad", más que en cada acto, es significativo del interés en matizar). El problema sigue siendo asignatura pendiente en teología moral, aun después de esta última encíclica; pero, dentro de la misma línea de rechazo de la contracepción, al menos se ha llegado a afirmar que anticoncepción y aborto difieren específicamente desde el punto de vista moral.
Se invocan, a veces, al tratar sobre el disentir, las recomendaciones ignacianas sobre "sentir con la Iglesia", pero éstas eran en realidad para "sentir en la Iglesia"; es un matiz distinto, que incluye el disentir, por supuesto, respetuosamente. Una cosa es disentir "en" la Iglesia, estando dentro de ella, sintiéndose iglesia y sintiéndose en la iglesia, y otra cosa es disentir "de" la Iglesia desde fuera y sin formar parte de ella. Hay ocasiones en que, precisamente por sentirse uno en la Iglesia y sentirse iglesia, se ve obligado a "disentir en" la Iglesia, respetuosa y humildemente, para bien de la misma Iglesia.
En la encrucijada canónica han aprecido nuevas complicaciones, desde la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, de 1990, hasta el motu proprio, de 1988, Ad tuendam fidem. En 1990 la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo insistía en evitar el disentir, aun en temas no enseñados de modo definitivo. El mismo año, en carta a los obispos, la CDF detecta peligros en los métodos de meditación oriental. En 1992 una instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre ciertos aspectos de los medios de comunicación social en la promoción de la doctrina de la fe refuerza la vigilancia episcopal sobre los medios de comunicación social eclesiales. En 1993 una carta de la CDF a los obispos, trata de la iglesia como comunión y pone en guardia frente al disentir. En 1994 la Carta Apostólica Ordinatio sacerdotalis propone como doctrina definitive tenenda la exclusión de la ordenación sacerdotal femenina. En 1995, la encíclica Evangelium vitae apela al magisterio ordinario y universal del Papa en unión con los obispos para aplicarlo por primera vez a temas morales. En 1997 se publica un Vademecum para confesores sobre temas de moral matrimonial, que insiste en la enseñanza de la Humanae vitae. En 1997, la Instrucción de la Congregación para la Evangelización De synodis dioecesanis agendis acentúa el control sobre las iglesias locales. El mismo año la Instrucción sobre algunas cuestiones relativas a la colaboración de los laicos en los ministerios pastorales desciende a detalles no del todo compaginables con la Christifideles laici, quedando una vez más el Papa en una postura más abierta que la de sus ayudantes más cercanos... La encrucijada canónica sigue propensa a embotellamientos.
En la encrucijada femeninista, más que atascos, lo que se da es un bloqueo de los problemas; quizás habrá que aguardar al paso de la historia para descongestionar la salida hacia un enfoque más sereno de estas cuestiones. Como notaba R. A. McCormick, en una revisión de la teología moral desde 1940 a 1989, con anterioridad al Vaticano II la Asociación Teológica Católica de America era una especie de club exclusivo para varones y, dentro de éstos, para el mundo seminarístico; pero, a comienzos de la década de los 90, hay mujeres profesoras e investigadoras en puestos directivos de dicha asociación. La primera vez que una mujer firma un artículo teológico en la revista Theological Studies es en 1971. Hoy es fácil contar enseguida más de una docena de firmas femeninas americanas acreditadas en el campo de la teología moral. Sin embargo, queda mucho camino por recorrer en la revisión del puesto de la mujer en la sociedad y en la iglesia, así como en la aplicación práctica al campo de la teología del matrimonio, la sexualidad y la familia.

En la encrucijada de las ciencias de la vida no escasean los teólogos que tienen miedo a los datos científicos, preocupados quizás por tener que repensar posiciones tomadas durante siglos. Hemos llegado a los temas bioéticos y ecoéticos con unas décadas de retraso. Hoy basta con dar un vistazo a los índices de las revistas para sorprenderse ante el caleidoscopio variadísimo del tema ecológico; se habla de ecoconciencia (percatarse de la interconexión de todo con todo), ecoidentidad (identificación con la naturaleza), ecoespiritualidad (presencia de la realidad última en todos los seres), ecoculpabilidad (responsabilidad humana por el deterioro de la tierra), ecoascética (frente al consumismo), ecoliberación (respondiendo al gemido de la tierra y de todas las criaturas), ecoliturgia (visión sacramental de la naturaleza), y hasta de ecofeminismo (conjunción del tema ecológico con el tema feminista). Pero apenas ha pasado una década desde que, en el discurso de año nuevo del 90, habló Juan Pablo II de paz con la creación. El P. Häring insistía al final de su vida en la necesidad de una responsabilidad eficaz a escala mundial para nuestro planeta amenazado y de unas normas ecológicas para afrontar esta situación. "En el índice temático del nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, decía, no se encuentra ni siquiera la voz correspondiente, y nada dice tampoco de una aportación para la formación del conocimiento y la conciencia moral en este sentido. Tampoco aparece la voz relativa al problema demográfico ni se habla de él. La preocupación por la regulación artificial de los nacimientos parece arrinconar estas cuestiones de importancia vital".
En la encrucijada de la ley natural, la conciliación entre relativismo cultural y búsqueda de universalidad sigue siendo asignatura pendiente. También continúa como área de perplejidad la cuestión difícil acerca de cómo se relaciona la función docente eclesial con la llamada moralidad natural. Cuando se publicó la Humanae vitae por Pablo VI, en julio del 68, Monseñor Lambruschini hizo la presentación para la prensa. Entre otras matizaciones con que suavizó el tema, precisó que la decisión papal acerca de la regulación de los nacimientos no zanjaba las cuestiones más fundamentales de la ley moral natural. El problema sigue pendiente, aunque hoy no se llegue al extremo de los días en que se afirmaba, en tiempo de Pío XII, que la autoridad magisterial para dictaminar sobre la ley natural abarcaba "sus fundamentos, interpretación y aplicaciones".

Basten estos pocos ejemplos para cobrar conciencia de las encrucijadas difíciles en que se encuentra hoy día la moral teológica. Ya no es simplemente un pluralismo dentro de marcos culturales semejantes, como cuando en el siglo XVII discutían jesuitas y dominicos sobre cuestiones escolásticas. Ahora estamos ante un pluralismo más radical, ante el reto de lo intercultural, lo interdisciplinar y lo interreligioso. Por eso no se saldrá de los atascos en la encrucijada mediante consultas a catálogos de infracciones de tráfico. A diferencia de los manuales, que tanto juego dieron desde el siglo XVII hasta mediados del XX, hoy nos percatamos de que no vamos en un único vehículo por una única ruta hacia una única meta. Dicho en el lenguaje especializado de los pensadores hermenéuticos, hoy tenemos más conciencia de vivir en la corriente pluralista de la historia. Por eso hablamos de una "moral en la encrucijada"...

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