En el blog que apunto con el dedo hay otra tortilla igual de sabrosona.

sábado, 10 de abril de 2010

MORAL DE INTERROGACIONES (3): SANA PERPLEJIDAD

Escrito por: Juan Masiá Clavel [blogger] el 21 Mar 2010 - URL Permanente
(Se reproduce en el blog anterior, en éste y en los siguientes, una antología de textos del libro de Juan Masiá, Moral de interrogaciones, de. PPC, Madrid 1998.En carta reciente del Director de PPC al autor, el 23 de febrero de 2010, se comunica que la edición de este libro está agotada y descatalogada. “Nos vemos, dice, en la necesidad de declarar obsoleto este libro, del cual ya no tenemos existencias y no vamos a reimprimir”. Ante las reiteradas peticiones de lectores y lectoras que han tenido que recurrir a librerías de viejo en Buenos Aires, México y Sevilla para adquirirlo, el autor ha optado por publicar esta antología en el blog, para poner el texto gratuitamente al alcance de quienes todavía lo consideren relevante. Es oportuno notar que el libro fue publicado con los debidos permisos eclesiásticos y el nihil obstat obtenido a través de los superiores religiosos del autor).
MORAL EXPLORADORA
  1. Encrucijadas de indecisión
  2. Retrospección y prospección: el arte de preguntar
  3. La sana perplejidad
  4. ¿Renovar o crear?
  5. Tres décadas a vista de pájaro
3. La sana perplejidad
Impresiona releer lo que escribía Pablo VI en el año 1971. Reconocía este Papa, al comienzo de la carta Octogesima adveniens, el pluralismo que caracteriza la actual circunstancia eclesial a escala mundial, la "variedad de situaciones según las regiones, los sistemas sociopolíticos o las culturas" (OA, n.3). Pero, sobre todo, lo que llama extraordinariamente la atención, ya que no suele encontrarse formulación semejante en textos papales, es su reconocimiento honesto de que "ante tal variedad es difícil un mensaje único, una solución de validez universal".
En efecto, Pablo VI no tenía reparo en reconocer la perplejidad. Para una iglesia con tradición de exceso de claridad y de respuestas, esta admisión de incertidumbre suponía toda una terapia muy necesaria. No todos los teólogos morales han seguido siempre por esa línea en las dos últimas décadas, sobre todo cuando se apoyan algunos en una lectura sesgada y unilateral de la Veritatis splendor para multiplicar las certidumbres y seguridades, sin dejar lugar para la perplejidad. Resulta interesante comprobar que la carta Octogesima adveniens era uno de los pocos documentos pontificios no citados por el nuevo catecismo. De ahí el interés de resucitar su lectura en estos días de fin y comienzo del siglo. Han pasado casi tres décadas desde que Pablo VI afirmaba la imposibilidad de dar una respuesta única; más aún, decía que no era su misión el darla. E invitaba a las comunidades cristianas a orar juntas, analizar las situaciones a la luz del Evangelio y poner en práctica esa metodología que ha dado sus frutos en la teología de la liberación: ver el mundo a la luz del Evangelio y releer el Evangelio a la luz de la experiencia humana.
Recomendaba el Papa esta metodología a unas comunidades que supieran conjugar la comunión con sus pastores y la sana perplejidad que conlleva el analizar la sociedad y el discernir comunitariamente en situaciones concretas (OA, n.4), en las que es concebible "una legítima variedad de opciones" y una "diversidad de maneras de comprometerse a partir de una misma fe" (OA, n.50). Y aunque no olvidaba el proponerles como orientación la enseñanza social de la iglesia, no la presentaba como un acervo de conclusiones, sino más bien como una referencia de la que extraer "principios de reflexión, normas de juicio y directivas de acción" (OA, n.4).
Hoy, al repensar la teología moral en la línea de una moral de adultos y para adultos, tendríamos que comenzar, entre otras cosas, por admitir una sana perplejidad. Nos vendría bien para ello escuchar más la voz que viene desde las perplejidades de vida cotidiana, en que dudan y preguntan, sufren y gozan, trabajan o descansan los hombres y mujeres que viven la fe cristiana en medio de la experiencia familiar, laboral, política o económica. Ya el Concilio invitó a que escucháramos lo que nos dicen de esa experiencia y desde ella los que la tienen. A partir de los días de la Gaudium et spes, la voz del cristiano seglar es un lugar teológico desde el que rehacer la moral cristiana. Si es cierto que hay que iluminar la vida con el Evangelio, también lo es que hay que releer el Evangelio desde la vida. Para ello hay que prestar atención a la experiencia de la vida de los creyentes, tomar en serio el sensus fidelium .
Ahora bien, no se podrá entrar por ese camino si se rehuye la perplejidad. Si se dialoga honestamente, aparecen preguntas sorprendentes, hasta hace poco inconcebibles. Necsitaremos, por tanto, una buena dosis de capacidad para soportar dudas y no angustiarse ante ambigüedades. Los problemas fácilmente solubles no suelen ser grandes problemas. Los verdaderos problemas suelen ser de difícil o casi imposible solución. Por eso hay que aprender, desde la sana perplejidad, a encuadrar en las actitudes básicas los problemas sin solución con los que hay que convivir.
Si se enfoca así la moral, el tratamiento de los problemas será muy práctico y concreto. Pero habrá que precisar: la moral práctica no es una mera aplicación a casos concretos de una moral teórica elaborada de antemano, sino una llamada a ser creativos, desde actitudes básicas ante valores fundamentales, aunque en medio de perplejidades e incertidumbres. Y, ni que decir tiene, sin esperar a que se resuelvan los problemas sin pensar y sin decidir responsablemente en conciencia, simplemente por apelación a una voz de orden y mando autoritario.
Lo más tradicional en la moral cristiana ha sido precisamente el valor de la conciencia. Tomar en serio esta tradición nos llevará a evitar el tratar a las personas creyentes como niños a los que "no se debe dejar solos". Esta ha sido una frase con la que han justificado muchos poderes absolutos su funcionamiento. Frente a ello habría que decir: a quienes no se puede ni se debe dejar solos es a aquellos teólogos con actitud inquisitorial, que se resisten a acoger nuevos planteamientos y a tomar en serio la experiencia de la vida de los laicos adultos. El miedo a la perplejidad -unido a otros muchísimos miedos- impide esta actitud acogedora de lo nuevo. Los debates pre- y postconciliares son un ejemplo claro. Había un verdadero pánico de decir lo contrario de los predecesores, en vez de reconocer con toda naturalidad que los predecesores estaban tan condicionados como sus sucesores por la época en que vivieron. Se tenía, y aún se tiene, miedo a decir algo distinto, como si ello supusiera tachar de equivocado lo afirmado hasta hace poco. Pero no tiene por qué ser así. No se equivocaban los medievales al decir que el sol da vueltas alrededor de la tierra; es que entonces era impensable decir otra cosa. Algo semejante ocurre con muchas tomas de postura concretas en temas morales. Cuanto más concreto el tema, más prudencial y provisional será el juicio que demos, quedando abierto a cambios y reformas en el futuro.
En esta encrucijada recién descrita es donde se dividen las direcciones y surge el conflicto y el disentir intraeclesial. Gran parte del problema debatido desde los días de la Humanae vitae no es una cuestión de sexualidad, ni de matrimonio, ni siquiera de demografía. Se trata de la cuestión teológica de cómo concebir la Iglesia e interpretar su magisterio, unida a la cuestión antropológica de cómo aprender a convivir responsablemente como adultos con la incertidumbre, la ambigüedad y la perplejidad. Según la postura tomada en esta encrucijada, se dividirán los moralistas en dos grupos. Los que dan soluciones y los que acompañan a las personas en el camino de búsqueda. Nuestro papel debería ser ayudar a las personas en el camino de las tomas de decisión. Ni pensar en lugar de ellas, ya sea para imponerles una carga o para aliviársela; ni dejarlas abandonadas, sino caminar juntos y acompañar el proceso de discernimiento. Así podremos ayudar a que las personas encuentren por sí mismas las soluciones que muy probablemente tienen ya dentro de sí sin acabar de percibirlo.
Esta toma de conciencia de la necesidad de una sana perplejidad es un elemento común en muchos moralistas de primera línea actuales. O’Brien titulaba así un ciclo de conferencias sobre actualización de la moral: "navegando a través del tiempo como por un río"; Häring hablaba de "asumir la provisionalidad"; Rahner llevaba años considerándose a sí mismo un modesto "oyente de la Palabra", perplejo ante el misterio; Lonergan insistió en una conversión continua a base de no dejar de plantear preguntas; Mc Cormick ha titulado uno de sus recientes escritos "Corrective wisdom": abrir los ojos a las dimensiones de la realidad que se nos escapan.

Se ha repetido mucho, en textos oficiales del magisterio eclesiástico, la frase de Pablo VI sobre una Iglesia "experta en humanidad". Pero sería mejor traducirla como "aprendiz de humanidad". De lo contrario, producirá la impresión de que tenemos ya todas las respuestas, lo cuál es justamente opuesto a la intención del pontífice perplejo. Una Iglesia experta, no en respuestas, sino en preguntas sobre el "aprendizaje de lo humano", preguntará e indagará, en vez limitarse a repetir soluciones prefabricadas; interrogará para aclarar; pero también, a veces, oscurecerá para iluminar, es decir, para poner en claro dónde está la osuridad y no rehuirla. Si es importante tener unas cuantas cosas claras, mucho más importante es tener claro cuáles son las cosas oscuras, las que probablemenbte no se van acabar de aclarar nunca por completo. Una iglesia y un magisterio conscientes de estas perplejidades podrán revitalizar lo mejor de la tradición de espiritualidad que ha alimentado el discernimiento cristiano. Un discernimiento que nos ayuda a preguntarnos quiénes somos, adónde vamos, qué queremos, qué nos mueve a caminar. Un discernimiento de una moral del ser, más que del mero hacer (EV, 22); de ceder el paso sin necesidad de semáforos; de actitudes, más que de actos; de aspiraciones, más que de obligaciones; de espíritu evangélico, más que de códigos. Una moral que vuelva a beber de las fuentes bíblicas, espirituales, antropológicas y científicas, en vez de limitarse a los estanques salados de la especulación y el legalismo.

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